Ganadería: Toros de Domingo Hernández (bien presentados, con desigual juego. Los tres últimos, los mejores. Vuelta lenta al ruedo al 4º).
Diestros:
Morante de la Puebla. Estocada tendida, descabello (saludos); estocada (dos orejas y rabo). Sale por la Puerta del Príncipe
Diego Urdiales. Pinchazo, estocada baja y aviso(silencio); estocada (ovación).
Juan Ortega Pardo. Pinchazo, estocada (saludos); pinchazo, estocada (saludos).
Presidente: José Luque Teruel.
Incidencias: Morante de la Puebla le cortó el arbo al 4º de la tarde, de nombre Ligerito, n. 82, negro de 515 kilos nacido en diciembre de 2018.
Tiempo: soleado y caluroso.
Entrada: más de tres cuartos de plaza.
Video resumen AQUí
Y Morante paró el tiempo e hizo historia
Los toros de Domingo Hernández no tuvieron fondo en general, por eso sirvieron para el lucimiento con los capotes, pero el quinto, ese “Ligerito”, sí que aguantó el vendaval de torería y de arte de Morante, como para pasar a la historia, al igual que su matador, por ser el primer rabo concedido desde hace 52 años, cuando se lo llevó Ruiz Miguel con un Miura en 1971. Cuatro años antes lo había cortado Diego Puerta y en 1964 el “Benítez”…y antes César Girón, Pepote y Manolo Bienvenida, Manolete, Chicuelo, Márquez, Belmonte…pero eso era antes. Por cierto, a Curro no le hizo falta ese apéndice. Es justo el de Morante? Pienso que sí, sobre todo teniendo en cuenta que en este medio siglo ha habido más toreros que podrían haberlo cortado. Estuvo sensacional con el capote y magistral con la muleta y lo mató muy bien. A otros les dan dos orejas sin coger siquiera el capote. Hablando de capote que quede claro que Morante lo hizo de lujo pero que el que lo hizo mejor fue Juan Ortega, lentísimas verónicas para llorar. Y estoy de acuerdo con quienes dicen que lo de Ortega “picó” al de La Puebla y eso fue el origen de lo que pasó después. Pues bendito sea, para la historia y para nuestra memoria queda esta tarde gloriosa de arte.
Por Vicente Zabala de la Serna. El Mundo.
Morante se encarama en lo más alto de la Historia con una tarde de leyenda en Sevilla
Caía el sol por la espalda del Guadalquivir, pasaban las 21.00 y Morante de la Puebla se encaramaba en los más alto de la Historia. Una procesión mecía por la Puerta del Príncipe la figura mágica que se cimbreaba sobre una marea de gritos: “¡to-re-ro, to-re-ro, to-re-ro!”. Allí se lo llevaban, después de cortar un rabo, como si le fueran a tirar al río. Cuando en verdad le querían levantar estatuas por el paseo Colón, camino del hotel donde descansaría el torero que acababa de saldar con Sevilla las deudas de toda una vida.
Ha venido abril pidiendo guayaberas como Morante poetas y una plaza que le quiera. Una lengua de fuego subía por toda la cuenca del Guadalquivir y desembocaba en Sevilla, haciendo de la Maestranza un anillo en llamas. Mordió el sol de nuevo sus tendidos y, por segundo día consecutivo, la entrada no alcanzó el lleno con carteles de “no hay billetes”. No falló en ninguna de las seis citas del torero de La Puebla en 2022, cuando la primavera lo era de verdad y no quemaba este ferragosto la ciudad.
A las 18.41 el aire condensado se paró como el tiempo y el toro en el capote de MdlP, que levantó un mausoleo de verónicas, una cadena de lances marmóreos, a cada cual más lento y eterno. Desde las mismas tablas brotó el manantial de empaque y compás, y fluyó como un río de agua clara. A mitad de camino pareció detenerse, aún más, el toreo. La fotografía de una verónica por el pitón derecho encontró su negativo por el izquierdo, y las dos adquirieron el pasaporte de la eternidad. Morante le dio al play y siguió el portentoso viaje, tan ceñido, más allá de las rayas, donde el fulgor de una media reunió en su cadera todas las gargantas de arena.
El toro de Domingo Hernández, propiedad como toda la corrida de Concha Hernández, a diferencia del día anterior, había humillado con ese son que anuncia un fondo derretido, un fuelle en vías de extinción. Duró apenas algo más. Ya en el quite inconcluso del genio -un par de desarmes- venía entregando el alma. Del principio de faena cayó la pintura un pase de la firma, y luego una serie de derechazos hermosos quedándose el toro, y después todo se difuminó.
Entre las 19.04 y las 19.19 no pasó nada con un manso desencelado y en fuga de la fijeza con el que Diego Urdiales gastó mucho tiempo para robar un ronda estimable. Cazó una estocada en huida tras un pinchazo.
Y entonces, a las 19.23, apareció Juan Ortega en el ruedo vestido de Manolete y oro como una escultura de la verónica. Un bronce que desplegó el capote, su vuelo etéreo, y lo posó en el albero. De la gavilla de lances, casi en el mismo sitio, uno, esa escultura, trajo una luz vieja, las manos bajas, más abierto el embroque, un eco de los años 30. De pronto la nómina de Cagancho, Curro Puya, La Serna, vagó en aquellos lances de pereza. Sonó la música como campanas de gloria para abrir un capítulo para los anales del toreo de capa. Ortega volando delantales, a cámara lenta, meciéndose hacia el caballo. El toro de DH derramaba almíbar. Morante quiso catarlo y se apretó por chicuelinas que desembocaron en una maravilla de media que salvó el quite. JO volvió a la carga, apurando al toro, y esbozó verónicas ingrávidas antes de una media enfrontilada y belmontina. No se daba cuenta de que estaba despertando a la bestia mientras se dormía el toro. Que se fue apagando en su temple en una faena -brindada a Curro- de apuntes lindos mal rematada con la espada.
A las 19.45 saltó Morante de la Puebla enfebrecido, convulso, agitando faroles y largas. Ligerito sólo fue el nombre del toro en la catarata de verónicas que se precipitó coagulada de lentitudes. Morante le volcaba el pecho, barroco, hundiendo el mentón, hundiéndose todo él. Como un Dios que emergiera de la tierra. Cada verónica era un rugido en su faja, por donde latía el lomo del toro, su corazón excelso. Ahora sí sonó la música, pendejos, para MdlP. Que explotó con un tsunami de tafalleras como molde de tijerilla, vaciando al toro por la hombrera, a velocidad de pasmo, yéndose como una ola hasta la larga cordobesa. Un estruendo loco trepó hasta por los tendidos que ardían. Y no era sol. Se le ocurrió a Urdiales intervenir a la verónica. Y para qué más. El genio ascendió de nuevo desde la lámpara y por la barriga donde hervían los gatos se apretó un mezcal de gaoneras con la suerte cargada, entre el azul turquesa del vestido, los azabaches y el verde de los vuelos. Qué escandalera.
A esto el fondo Ligerito, hecho en el molde de la perfección, como émulo de Orgullito, el toro indultado por el Juli en 2018, brotaba a borbotones de lujo. Hubo miedo a que fuera a agotarse como aquel Juan Pedro de Madrid en 2009, pero fluyó como una máquina inacabable. Morante lo imantó desde unos ayudados de Rafael el Gallo, le ligó atalonado el toreo, echándolo hacia delante, acinturado en su leyenda. Improvisó otra ves planos viejos y volvió a hacerlos únicos. Por una y otra mano, lloraba la gente. Esa lágrimas de lava quemaban por las mejillas. Hasta que de frente y a pies juntos, entre Paula y Dios, golpeó las puertas del cielo. Los viajes morían detrás de la cadera, donde muere la muerte. Una tanda que sublimaba una obra para la Historia, una lidia tumultuosa de asombros. El silencio bajó a la plaza cuando se perfiló con el acero. Dedos cruzados. Algún runrún de indulto. Una sospecha de rabo, los máximos trofeos, la única posibilidad que había de descerrajar la Puerta del Príncipe. Y sonó como un cañón el espadazo.
Un crujido de maderas. MdlP todavía le sopló al último aliento las últimas perlas del arte, pegado a su cintura, a su derecha sin ayuda. La Maestranza avivaba su incendio. Pañuelos, voces, llantos. Ya no había horas. Perdí el reloj. Las dos orejas, el rabo, la vuelta al ruedo para el toro y la procesión hacia el Guadalquivir. Sevilla saldaba con Morante de golpe las deudas de toda una vida, las hipotecas contraídas, la infravaloración. Abrazó los premios con la sacudida de la ilusión: 26 años de alternativa y segunda Puerta del Príncipe, pero sin parangón del último medio siglo, 52 años sin suceder. Ni comparación con aquello.
A las 20.39 recuperé el reloj roto mientras Diego Urdiales había hecho cosas caras con un buen toro, que perdió el interés según avanzaba la faena y tropezaba los engaños. Todo se fue desvaneciendo hacia la hora del Guadalquivir. Una soberbia estocada puso el cierre. La leve petición no cuajó.
Catorce minutos después Juan Ortega con el hechurado último que abrochó la notabilísima corrida de DH y una fecha para los anales de la tauromaquia, esbozó bellos apuntes que se evaporaron en las nubes. A las 20.55 había acabado.
Y empezaba la procesión de Morante, el torero más completo de la Historia.
Por Antonio Lorca. El País.
Morante, un torrente de armonía, corta un rabo en La Maestranza
Un vendaval de éxtasis, entusiasmo y conmoción colectiva embargó a la plaza de La Maestranza a eso de las ocho de la tarde y, momentos después, Morante de la Puebla paseaba las dos orejas y el rabo del toro Ligerito, de 515 kilos de peso, con el que se había fundido con capote y muleta en un derroche de armonía, embrujo, duende y belleza indescriptible.
Palmas por bulerías y a los gritos de ‘torero, torero’, dio Morante una apoteósica vuelta al ruedo, y, al final de la corrida, a hombros de una multitud enfervorizada salió por la Puerta del Príncipe, la segunda de su ya larga carrera, y así se lo llevaron hasta el hotel.
Una gesta histórica, sin duda; de hecho, no se concedía un rabo desde el 25 de abril de 1971, que lo paseó Ruiz Miguel por su faena a un toro de Miura.
¿Lo ha merecido Morante esta tarde? No vale la pregunta, porque los máximos trofeos en Sevilla son las dos orejas; el rabo es un título que, en este caso, corona al torero como un artista excelso que ha hecho gozar de qué manera a todos los que hayan tenido la fortuna de verlo.
Pero, ¿qué pasó? Pues toda la culpa la tiene Juan Ortega, quien recibió a su primero con un manojo de verónicas de otro mundo, en las que aminoró la velocidad del toro, se dejó llevar por su hondo sentimiento, y volvió loca a la plaza y a la banda de música que tocó en su honor; instantes después, un quite por delantales elevados a la cima del arte rubricó el inicio.
Salió entonces Morante y dibujó un quite de personalísimas chicuelinas; y aún le respondió Ortega con otro por templadas verónicas.
Ese arrebato de inspiración de Ortega, que había enloquecido a los tendidos, le llegó al alma a Morante, ‘herido’ en su amor propio de artista predilecto de Sevilla.
Y dispuso su venganza. Recibió al cuarto con dos capotazos afarolados pegado a tablas, y desparramó después unas grandiosas verónicas, a las que también acompañó el pasadoble; un quite por tafalleras angelicales, otro de Urdiales a la verónica con gracia, y otro final de Morante por gaoneras.
A estas alturas, La Maestranza era un hervidero de emociones, entre el calor ambiental y el toreo de altísimos quilates que se estaba esparciendo por toda ella.
Tomó Morante la muleta e inició su faena por ayudados por alto. No estaba clara, en ese momento la disposición del toro, de modo que pareció apagarse, pero fue Morante el que lo obligó, tirando de la embestida para trazar entre ambos una primera tanda de muletazos muy templados; le robó después naturales largos, y aumentó la intensidad en la siguiente tanda con la mano derecha y culminada con un primoroso cambio de manos. Hubo más derroche artístico, dos tandas de naturales hermosos, los últimos a pies juntos, que reventaron los tendidos. Con la estocada culminada, aún dibujó Morante un par de muletazos y un torerísimo desplante en el instante mismo en el que el toro se derrumbaba en el albero.
La plaza se inundó de pañuelos, y el presidente concedió al mismo tiempo las dos orejas, pero continuó el vendaval, y llegó el rabo, que suena a honorífica compensación por una tarde redonda de principio a fin.
De hecho, Morante había recibido a su primer toro con otra exhibición de verónicas lentísimas por el pitón derecho, pero una tremenda costalada del animal cuando trataba de llevarlo al cabo desinfló sus fuerzas y toda esperanza. Pronto se apagó a pesar de su calidad.
Ortega pudo haber cortado un trofeo en el tercero, que brindó a Curro Romero, si lo mata a la primera. Lo había toreado primorosamente con el capote, y con el mismo sentimiento, con ese don que solo poseen algunos toreros, lo muleteó con hondura por ambas manos en una labor plena de torería.
Recibió al sexto con otra ración de verónicas de ensueño a las que añadió un galleo por chicuelinas. La faena de muleta fue irregular e intermitente ante un animal que muy pronto se cansó de embestir.
Y Diego Urdiales pasó de puntillas. Intentó integrarse, eso sí, en el grupo de artistas con el capote con el citado quite en el cuarto, dibujó un par de derechazos ante su muy distraído primero, y nada que destacar ante el quinto más allá de un comienzo elegante por bajo.
La tarde fue de Morante (lo del rabo es lo de menos; el presidente ya había comentado en público hace tiempo que ya era hora de conceder un rabo en Sevilla), que ha hecho historia, y del don innato de Juan Ortega, que también consiguió extasiar a La Maestranza. (Y mucho cuidado con anunciarse con Morante en un cartel porque este torero se pica y forma la marimorena…).
Por Álvaro Rodríguez del Moral El Correo de Andalucía
Morante hace historia, 52 años después
Con la tarde vencida y el sol derramado en los cerros de Santa Brígida se lo llevaban a puñados por el paseo de Colón y la calle Reyes Católicos camino del hotel. Iba sostenido en hombros en medio de la misma multitud enfervorecida que lo había sacado por esa Puerta del Príncipe que recuperaba de golpe su verdadero valor, su auténtica trascendencia. El personal coreaba su nombre sabiéndose parte de los anales del coso maestrante, de la mejor historia del toreo. Morante había reescrito la ley de Guerrita –después de mí nadie- pulverizando cualquier componenda en una feria que ya había sido pródiga en otros acontecimientos. Pero ninguno como éste. La Feria de Abril de 2023 tiene su nombre; para él ha sido el primer rabo cortado por un matador de toros en el siglo XXI. Y tuvimos la suerte de verlo…
Fue en el tercer toro, un animal un punto suelto al que había saludado con dos faroles de pie antes de que, fijado el bicho, le endilgara un extraordinario mazo de verónicas que sacudieron la plaza como un trueno. Morante se arrebujó de toro, siempre reunido, acompasado, poniendo ritmo a una embestida que iba a tener una virtud primordial: la duración. La cosa se había calentado y el diestro de La Puebla siguió por el mismo palo para poner al bicho en suerte. El quite, por sentidas y lentas tafalleras, siguió embelesando al personal. Urdiales, en su turno, entró por verónicas y Morante, desmelenado, replicó de frente y por detrás.
¿Iba ser ahora? ¿Había llegado el momento y la hora? Abrió la faena con sentidos ayudados por alto, haciéndose con él, tomándole el aire a una embestida que se acompasó a la sencilla belleza de los primeros naturales. Aún fue más rotundo en los redondos, marchoso para salir y entrar en la cara del toro. Sin soltar la izquierda la obra fue creciendo, cogiendo aire de ópera italiana, de gran y creciente acontecimiento. Dos molinetes de distinto color y un desplante que habría inspirado un cuadro cerraron el cuerpo central de la faena, que había exprimido perfectamente la clase y la bondad del animal regando el ruedo con esa clara, cristalina, naturalidad ayuna de cualquier artificio. ¿Será eso el toreo puro?
Morante aún grabó en la retina dos o tres pases del celeste imperio que evocaron la herencia gallista. Entró la espada, siguió toreando, cayó el toro, le pedían el rabo… Pepe Luque Teruel tuvo el sentido, la oportunidad y la sensibilidad de concederlo. Morante acababa de escribir su nombre en la historia del coso maestrante. Qué maravilla de torero…
El de La Puebla había escogido para la ocasión un original vestido –no sé si violeta o jacaranda- que recordaba en su color y sus bordados el que llevaba Joselito El Gallo el día que cortó la primera oreja de la historia de la plaza de la Maestranza en septiembre de 1915 rompiendo una histórica prohibición. En esta ocasión Morante se llevaba el primer rabo del siglo XXI dejando atrás también cierto tabú no escrito, 52 años después de que Ruiz Miguel cortara el último que había logrado un matador de toros al sustituir a Limeño en la miurada de 1971. Ojo: Morante ya había enseñado su mejor ser y estar con el noble primero, que fue a menos. Ya se había mecido por excepcionales verónicas, dejando tres más en el quite comprobando lo flojo del toro. Morante se puso a torear con limpia y sencilla naturalidad, muy en redondo, antes de que el bicho se aplomara definitivamente. Lo mejor estaba por llegar…
Y ya que hablábamos de vestidos hay que recordar que Juan Ortega había escogido los antiguos bordados de un capote de Manolete para ornamentar el vestido rosa palo que llevar en esta tarde de emociones. No pudo tener mejor estreno, con el torero sevillano cuajando un excepcional ramillete de verónicas templadas, rabiosamente clásicas, armónicas y perfectamente acompasadas que merecieron el acompañamiento de la música. Los delantales del quite los convirtió en toreo fundamental y la salida de Morante –chicuelinas más ceñidas que brillantes y una excepcional media- provocaron la réplica de Ortega, que volvió a la verónica, abrochando con una media belmontina.
Ortega brindó a Curro Romero, presente en un palco. El toro, noble, iba a acusar el sobo en una faena en la que no faltaron primores y la muestra del excelente concepto del sevillano. Juan gustó y se gustó en redondo mientras arrancaba el pasodoble ‘Manolete’. La faena mantuvo el nivel, el buen trazo, la compostura pero el bicho se fue desinflando pese al mimo de su matador que lo despenó de un pinchazo y media estocada. Aún sería capaz de endilgar media docena de lances de los suyos al sexto, un animal a menos en todo al que trazó una faena en la que hubo buen planteamiento, escaso nudo y casi ningún desenlace.
La verdad es que no fue la tarde de Diego Urdiales que, sumado a las curiosidades indumentarias, lucía un terno de color Rioja –su tierra- bordado con pámpanos de vid. El segundo no le iba a dar demasiadas opciones por desentendido y rajado, siempre tan falto de entrega. Pero la impresión dada con el quinto, de potable e interesante pitón derecho, iba a ser más desdibujada. En la faena hubo de todo, también bueno, pero su labor adoleció de falta de redondez. Dio la sensación de no haber tirado la moneda por completo. Lo mató de libro, eso sí. Ahí se acababa su feria.
Por Jesús Bayort. ABC.
Tres siglos de toros resumidos y sublimados en la faena cimera
Aguantaba el crepúsculo de la tarde para enseñarle al mundo entero cómo se asomaban al Guadalquivir, en una apoteósica procesión por el Paseo de Colón, las siete letras de la historia de la tauromaquia. Que componen el nombre de Morante, que es de La Puebla del Río, de Sevilla, de Andalucía, de España y de todo el planeta de los toros. Un torero que encierra en sí mismo a los toreros fundacionales, a los de la Edad de Oro, a los de la contienda y a la contemporaneidad. Que hoy ha sublimado el arte de torear en una faena que pone la rúbrica al gran tratado del toreo, proclamándose desde este 26 de abril de 2023 como su dios terrenal.
Lo soñaba Morante de la Puebla, lo soñaba José Luque Teruel, lo soñaba Justo Hernández (artífice de este Ligerito) y lo soñaba la Maestranza, que enloquecía con la faena más pasional, artística y redonda de cuantas ha cuajado este dios del toreo en ella. Al que un osado Juan Ortega le clavó una espuela sobre su alma y soberbia torera, donde más le duele al genio, para despertar y lograr la cumbre de la historia de la tauromaquia. Un rabo que terminaría entregando a Rafael de Paula, que le contestaba: «Lo conseguiste, hijo mío».
Ligerito, como todos los que saltaron con el hierro de Garcigrande —aunque anunciado y en propiedad de Concha (Domingo Hernández)— tenía la belleza cimera y la clase suprema, como escogido para esta comunión pagana, que tuvo poco de ligera y mucho de lenta, como profunda e intensa que fue, desde la gitanería barroca de Morante de la Puebla a la verónica, en una cascada incesante de lapazos calés, volviendo a caer las manos, ceñido a sus entrañas, con la plasticidad de Velázquez, con el ritmo de Bécquer. Al estilo de Sevilla. Con un personalísimo duende y encanto que hacían bellos los faroles inversos, las tafalleras, el capote de frente y por detrás. Todo en Morante tiene arte, porque Morante es la quintaesencia del arte.
Ese toro merecía la vida. Como también mereció la muerte para que su nombre sea ya historia y eternidad junto al dios pagano del toreo, que le pidió de todo. Y Ligerito se lo daba, muy despacito con una clase inenarrable, siempre embistiendo con limpieza, sin un sólo cabeceo durante el transcurso de su embestida. Una genialidad a la altura del artista más genial. Que acariciaba el palillo con sus yemas, en la equidistancia entre el pico y el cáncamo, como mandan los cánones, como había toreado con el capote. Su conjunto, además de exaltar el arte, tuvo mucho de académico, cimentado en reglas y preceptos históricos, envuelto en una plasticidad superlativa.
En el momento en que esa espada entró en el hoyo de agujas todos conocíamos cómo sería el delirante desenlace, con un José Luque Teruel que llevaba tiempo proclamando su interés por recuperar esta concesión —más de medio siglo después del último rabo de Ruiz Miguel en una corrida de toros—, que en lugar de generoso pecó de extraordinario aficionado, aprobando en el campo una excelente corrida de toros, apostando por el animal que tiene mejores mimbres para embestir, aliándose con la masa popular, escuchando a los toreros, palpando el sentir de los aficionados. Señores políticos, no den más vueltas, ahí tienen al presidente que Sevilla merece. Uno, y bueno.
A las 19.52 horas me anunciaba el reloj (poco) inteligente, con ínfulas antitaurinas, del peligro: «Entorno ruidoso. Los niveles de sonido superan los noventa decibelios. Exponerse a estos niveles de ruido durante unos treinta minutos puede provocar una pérdida de audición temporal». Acabaríamos sordos, porque ¿cuánto duraría aquello? ¿Cuánto duraron esos tres o cuatro lapazos que Juan Ortega le soltó a Púgil? Parecía difícil mejorar la obra capotera morantiana —ojo, la primera—, hasta que el de Triana interpretó la primera, que rompió todos los esquemas, las camisas, las gargantas… ¡Rompió el tiempo! Otro con el hierro de Garcigrande, que traía la bondad en su rostro, con el cofre de la clase suprema. Y Ortega se fundía con él, se fundía con Sevilla. Y espoleaba a un Morante que chaqueteó por chicuelinas para dejar una media a pies juntos que a alguno le pararía el corazón. Como le diría Camarón a Curro —al que solemnemente le brindó el siempre respetuoso Ortega—, «con verle (os) en un quite me sobra».
Y muchos creíamos haber amortizado la entrada en aquel momento. Con esa antología capotera de ambos en el tercer toro, después de lo que había hecho Morante con el primero —Chistoso, también guapo, en el podio de los mejores presentados de la Feria—, en un canto a la torería y despaciosidad, con lances más altos que en su cumbre postrera, pero no menos tremendos. Ya en el primero crujió Sevilla, que extasiaba desde el primero hasta el último en una sucesión de lapazos made in La Puebla del Río. Un derroche de la personalísima sinfonía morantiana, al compás de un reloj de arena. Era Sevilla, encerrada en un terno turquesa y azabache. Le echaba el capote con los puñitos cerrados, que abría en el encuentro. Parando el tiempo, remasterizando la Leyenda del Tiempo. Le dio fuerte en el caballo y lo terminó de desfondar en un entonado inicio, redondeando en su salida hacia los medios, quebrándolo por bajo y alto. La primera serie fue especial, menos apretada de lo habitual. Vertical, desmayado, con la mano libre (izquierda) caída, sin hacer de jarra. Una estampa muy de Cagancho, como cuando trataba de arrebujarse en los remates.
Por Luis Carlos Peris. Diario de Sevilla.
…y en esto apareció un genio
No pasaba nada. Ya había dos toros en el desolladero y lo único destacado había sido el recibo a la verónica de Morante al que había abierto plaza. Pero salió Púgil, tercero de la tarde, para que Juan Ortega recitase el toreo a la verónica con sones de fragua, Triana pura, Cagancho, Curro Puya, una cosa. Repite en el quite, responde Morante como sólo torea Morante y replica Ortega para poner aquello bocabajo. Todo esto fue el detonante para que en el cuarto pase lo que pasó, con los cimientos de la Maestranza temblando por lo que organizó Morante de La Puebla del Río, la de la margen derecha, no otra.
Se llamaba Ligerito, Morante lo recibe con faroles para que borde la verónica, estalle la música y sea sólo el preámbulo de una obra de ingeniería artística que será recordada por los siglos de los siglos. Lo lleva al caballo por cante grande, se pica con el quite de Urdiales y tira de gaoneras, la plaza ya es un clamor y la faena de muleta será una disertación de tauromaquia en la que se combina el arte con el dominio, el cartel de toros con la forma de irse de la cara, redondos muy enfibrado, como en trance, naturales inenarrables, trincheras, pases de la firma, algún kikirikí con sones de la Alameda, la estocada arriba, el toro rodado, los dos pañuelos a la vez, pero la plaza quiere más y José Teruel accede y saca un tercer pañuelo. El rabo para Morante, como aquel del 64 al Benítez con un toro de Núñez o el del 68 con uno del Marqués a Puerta y como más cercano el que cortó Ruiz Miguel en el 71 a un toro de Miura.
Morante era la viva imagen de la felicidad porque había visto cómo se cumplía un sueño que llevaba rumiando desde aquella tarde del alumbrado de la Feria del 99 con una corrida de Guadalest. Aquel día fue llevado en hombros hasta el hotel Colón y así, veinticuatro años después, se repetía la historia. Casi un cuarto de siglo soñando con salir otra vez por la puerta mayor del toreo y esta vez, además, lo hacía tras haber cortado un rabo; rabo que no portaba porque se lo había lanzado a Rafael de Paula al término de la vuelta al ruedo.
La Feria, que transcurría con bastante más gloria que pena, que ya registraba un par de puertas grandes, reventó anoche por obra del diálogo que sostuvo un orfebre del toreo con un toro que dio de sí mucho más de lo que prometía, pero es que en las manos de Morante todo puede ser posible. La de faenas que se ha inventado este orfebre, pero es que anoche reventó la Feria y consiguió que el 26 de abril de 2023 pase de pleno derecho a los anales del toreo.
Fue una explosión que, recalcamos, tuvo su chispa en el toreo de capote de Juan Ortega en el primero de su lote. Y qué más hizo el trianero, pues pasear torería por el ruedo, cincelar el toreo a la verónica de manos bajas y de llevar al toro a una lentitud que parece imposible y es que en el capote de este torero se hace realidad esa vieja conseja que consiste en parar, mandar y templar. Las tres virtudes se condensan en una en el capote de Juan Ortega. ¿Y con la muleta qué? Pues en la muleta, ese temple también aflora con una forma vertical de colocarse para llevar al toro lo más atrás que da el brazo. Le brindó su primero a Curro Romero y a punto estuvo de que a tal señor, tal honor. Sonaba el pasodoble Manolete y aquello prometía mucho, pero el toro iba a dejar de colaborar y lo que parecía dejó de parecerlo. Aquello fue enfriándose y con la espada no se arregló nada. El recuerdo de la obra con el capote y el inicio, tan mayestático, no se olvidaba y Juan hubo de saludar una calurosa ovación. En el que cerró plaza volvió a arrebatar con el capote en unas verónicas de alelí y unas chicuelinas al paso para poner al toro en suerte. Una faena pulcra, con detalles, pero que transcurrió bajo esa especie de tsunami que fue la faena de Morante al cuarto.
Diego Urdiales, tan bien acogido siempre en Sevilla, no tiene mucha fortuna en los sorteos y ayer fue un más de lo mismo. En el primero, que apretaba hacia dentro en banderillas intentó lucirse con redondos, pero el toro dijo basta muy pronto y aunque Diego insistió cambiando de mano sólo logró algún natural suelto. No había hilazón, el toro se fue a chiqueros mostrando su falta de raza, Diego no anduvo acertado con la espada, sonó un aviso, aquí paz y después gloria. El sexto era su último cartucho en una Feria a la que él viene como a favor de querencia y en él quiso Diego dar el todo por el todo. Bien a la verónica, brindó a la plaza, sacó un inicio pleno de temple, trató de abrirle caminos a Lloroso y hasta alumbró algún natural con esa enjundia que nace de las muñecas del riojano, Pausado, con torería, Urdiales dejaba buen sabor, lo mató de una estocada y hubo una leve petición de oreja. Y es lo que dio de sí la tarde que tenía el cartel más esperado por el aficionado con el remate de cómo Morante hizo que la plaza enloqueciera con esa tauromaquia suya, tan irrepetible, tan única.
Por Andrés Amorós. ABC.
Borrachera de arte de Morante
Nada más comenzar el festejo, Morante levanta un monumento a la verónica: solemne, pausada, majestuosa. La gente ruge, de pie. Volverán a hacerlo varias veces, en esta tarde. Han sido los lances de la Feria y de muchas ferias. Pero el toro se viene abajo y la faena no se completa. La belleza suele ser fugaz. Me acuerdo de lo que dice el refrán de 'La flor de la maravilla': «Cátala muerta, cátala viva». Porque muy pronto le llega su fin. Y de la «rosa mutabilis» de García Lorca, que apenas cae el sol, «se comienza a deshojar».
En el tercero, Morante replica a Ortega con garbosas chicuelinas y una media, citando de frente, que es gloria bendita. Y quedaba el cuarto, Ligerito para la historia. Desde el comienzo, Morante se emborracha de arte, embraguetándose a la verónica. Continúa por verónicas para llevarlo al caballo, y para sacarlo de él. La gente se frota los ojos, se lleva las manos a la cabeza, no se cree lo que está viendo. Luego, quita por gaoneras. ¡Lo nunca visto! Aunque el toro se para un poco y protesta, lo va metiendo en la muleta. No es sólo estética; también, cabeza para saber lo que necesita el toro en cada momento y técnica para dárselo, alternando los momentos de exigirle con los de aliviarlo. Al natural, vuelve a poner de pie a la Plaza entera, enloquecida.
Ya con la espada en la mano, concluye con los sevillanísimos naturales de frente, recuerdo de Manolo Vázquez. Y, después de la estocada, sigue toreando y adornándose. ¡El fin del mundo! El público, embriagado de arte, ya no sabe qué gritar, cómo liberarse de la emoción que le ha inundado hasta lo más íntimo. Para mí, acierta el presidente Luque, buen aficionado, al conceder el rabo: justo premio a una tarde completísima, inspirada, entregada, redonda, feliz.
Por el rabo, la tarde pasará a la historia. Si no se hubiera conseguido, también. ¿Qué tienen que ver estas verónicas , estos naturales con el diluvio de espaldinas, arrucinas, circulares invertidos y muletazos mirando al tendido de tantas tardes? Hemos vivido el arte del toreo, sencillamente. Guardaremos esta tarde en la memoria del corazón. Lo dice don Sem Tob: «Cuando es seca la rosa… queda el agua olorosa/ rosada, que más vale». Adapto a Jorge Manrique: «Y, aunque la tarde acabó, / nos dejó harto consuelo / su memoria».
Por Toromedia
Morante de la Puebla hace historia al cortar un rabo en la Maestranza
Morante de la Puebla ha hecho historia esta tarde en la Real Maestranza sevillana al cortar dos orejas y rabo del cuarto toro, el mejor de la corrida de Domingo Hernández que le permitió sacar lo mejor de su toreo en una obra cumbre tanto con el capote como con la muleta. Fue el toro perfecto para despertar al Morante más artista, que crujió los cimientos de la plaza con una actuación desgarradoramente bella que queda para los anales de esta plaza. Fue la gran faena de una tarde que tuvo otros contenidos interesantes y de calidad de la mano tanto de Juan Ortega -para quien sonó la música con el capote en su primero- como para Urdiales, que sacó a relucir la calidad de su toreo en el último toro de su feria. Pero el acontecimiento del día y de la feria llevó el nombre de Morante, que al caer la tarde atravesó la Puerta del Príncipe y colapsó las calles del centro en su paseo a hombros de los aficionados hasta el hotel.
Morante de la Puebla comenzó la tarde con un magnífico toreo a la verónica tanto en el recibo como en el quite posterior. Firmó un bonito comienzo de faena y dio una primera serie ligada y muy templada. A partir de ahí el toro quedó desfondado, quizá mermado por la voltereta que dio en los primeros tercios. Mató de estocada y fue ovacionado.
Morante comenzó su recital en el cuarto cuajando al cuarto a la verónica, otro monumento al toreo con el capote que provocó que sonara la música en su honor. Siguió con su sinfonía capotera para poner al toro en suerte y después en un quite por tafalleras excelente. Hizo un quite Urdiales por verónicas y Morante respondió por gaoneras en un despliegue de variedad y calidad. Comenzó la faena con ayudados por alto con empaque y hubo una primera fase de acoplamiento hasta que cogió la zurda y toreó con largura y templanza al natural. Por ese pitón llegó la cumbre de su faena en series en las que dejaba la muleta muerta y tiraba de ella para engarzar los muletazos sin toques hasta el infinito. Morante compuso una sinfonía que desembocó en un triunfo histórico tras la estocada con la que cerró su impresionante faena. Cortó un rabo, trofeo que no se concedía a un torero en Sevilla desde 1971, cuando lo cortó Francisco Ruiz Miguel.
El segundo de la tarde fue un animal manso sin clase de salida, volviéndose al revés y siempre muy montado. Puso en aprieto en banderillas y llegó a la muleta tal y como salió, sin humillar ni una sola vez. Diego Urdiales lo intentó por el lado derecho adelantando la muleta y trayéndolo tapado. Así consiguió muletazos que parecían imposibles. Tuvo mérito la labor del riojano, que mató al segundo intento.
Diego Urdiales brindó al público el quinto de la tarde como prólogo a una faena de mucho mérito que comenzó con buen toreo al natural -el mejor pitón del toro- y tuvo momentos de calidad y vibración por el lado derecho. Este quinto fue el toro que más opción le dio al diestro riojano y lo aprovechó en una faena con pasajes bellos y mérito indudable. Mató de estocada y hubo petición no mayoritaria.
Juan Ortega hizo sonar la música en honor a su toreo de capote. Literalmente paró el tiempo a la verónica en lances de extrema belleza al tercero de la tarde. También brilló en el quite por delantales, con uno por el lado izquierdo al ralentí. Entró en quite Morante por chicuelinas y abrochó con una media monumental. Y Ortega respondió a la verónica templando muy bien de nuevo. El toro llegó templado a la muleta y Ortega lo toreó despacio por el lado derecho en una primera serie que fue pura caricia. El de Domingo Hernandez tenía calidad pero muy corta duración y esto limitó la faena.
Juan Ortega volvió a torear de forma excelente a la verónica al sexto de salida, llevándolo al caballo con verónicas gráciles. La faena comenzó de forma brillante y volvió a torear despacio y con naturalidad pero el toro se agotó y le impidió continuar lo que había empezado en muy buen tono.
Fotografías: Arjona/Toromedia.